domingo, 27 de febrero de 2011

La invasión

Había un niño y una niña jugando en la playa, habían ido a juntar cocos pero no encontraban todavía una palmera baja; además, no tenían apuro, su vida era tranquila y apacible, no tenían mucho pero era más de lo que querían. Por fin, encontraron una pequeña palmera que era lo suficientemente baja como para que uno trepara por ella y sacara un par de cocos. La realidad era que no habían ido a juntarlos para compartir, su padre les había enseñado a abrirlos con una piedra común de la playa y ahora ellos se deleitaban horas mezquinándolos como dos buenos egoístas.
Decidieron que lo mejor era que el niño subiera ya que era más alto y más atlético. Subió sin problema y se disponía a tirarle los cocos a su hermana para molestarla cuando vio, en la lejanía, un transporte enorme, venía por el mar, no se parecía a nada que hubiesen visto, era simplemente colosal. Un terror animal subió por su cuerpo. Rápidamente bajó y le gritó a su hermana que mirará al chato, ella también se asusto y ambos corrieron a su hogar, podrían haber ido por el camino pero para acortar distancia corrieron directamente por el monte, asustadísimos, ni siquiera se fijaban en todas las magulladuras y cortes que las hojas les hacían en las piernas.
Al llegar a la aldea corrieron directamente a la casa atrayendo la mirada de todos los que veían sus múltiples cortes y que después de verlos miraban con terror el bosque pensando que podría salir de allí algún monstruo aterrador.
Llegaron a casa y se encontraron con su padre y su madre, les contaron lo ocurrido y al ver sus caras de asustados el padre decidió convocar a todos los hombres de la aldea a tomar las armas y ver que pasaba en la playa. Después de decirles todo lo que había pasado se dispusieron a partir. En poco tiempo estaban en la playa, ocultos en el linde del bosque para que el invasor o lo que fuera que fueran esas cosas que viniesen en el transporte nunca visto no los vieran.
El transporte invasor se había acercado mucho desde que lo vieron los niños. Se movía lenta y acompasadamente, como llevado por el vaivén de las olas y el ir y venir del viento, aunque siempre con un objetivo, la playa.
Esperaron y esperaron, y a medida que el transporte se acercaba notaron que estaba echo de madera, en grandes cantidades y de algo raro que era cuadrado parecido a una tela pero que no lo era.
A los quinientos metros de la costa el transporte se detuvo, los enormes cuadrados desaparecieron en unos palos y lograron entrever a una de esas criaturas tirando algo al agua, al poco tiempo desde detrás del infernal objeto de madera salieron unos pequeños transportes, mucho más pequeños, parecidos a las piraguas que ellos usaban para remontar el río.
Pero en esas canoas no iban hombres como ellos, iban criaturas monstruosas de piel platinada. El líder de la aldea mando a que un mensajero fuese a la aldea a decirle a todas las mujeres que trajeran frutas y regalos, ante esos monstruos era mejor no pelear.
Siguieron esperando, detrás de los árboles, agazapados como un animal al acecho pero aterrorizados como el que va a ser cazado. Poco a poco, los monstruos se acercaban, a cada sonido de las olas se acercaban más y ya hasta podían escuchar su vos, una voz jamás oída en miles de kilómetros, pero ellos no los veían, no se animaban a sacar las cabezas de la protección de los árboles por miedo a que alguno los viese y alertara a sus compañeros.
Oyeron como las canoas chocaron con la arena y el sonido de la madera cuando esas figuras bajaron.
Siguieron escuchando su vos, supusieron por el tono que estaban exaltados, podría ser que vinieran viajando hace mucho. ¿Habrían destruido otras aldeas de la costa, qué planearían hacer con ellos?. Estas preguntas rondaban la cabeza de todos. Hasta que el más valiente se asomó.
“Son hombres, pero raros, tienen una piel extraña, están cerca” dijo en la voz más baja que pudo, casi inaudible. Esto, aterrorizó a todos los hombres.
El jefe resignado, hizo una señal a los hombres de que dejaran las armas en los árboles y salieran del bosque, primero saldría él, luego los demás; asintieron. Tragó saliva, dejó el arma en el árbol, lo besó y camino hasta el linde, todo el terror se apoderaba de él hasta hacerlo temblar, qué pasaría con su mujer, con sus hijos. Salió a la playa, la arena estaba caliente, los vio a unos 10 metros, lo estaban mirando, no pudo evitar una lágrima.
Quedaron así varios minutos, mirándose, sintiendo el contacto, hasta que salieron los demás hombres, con sus armas, los plateados también empuñaron sus armas desconocidas. Y pasó lo mismo, se miraron los unos a los otros.
De repente salió de entre el grupo de hombres plateados uno, pequeño, uno de los pocos que llevaban un atuendo distinto, tenía una especie de gorra en la cabeza. Se acercó al grupo unos pasos, suficiente como para que le dispararan a matar sin errar, el jefe solo tenía que dar la orden, pero no lo hizo, espero. Por fin el hombrecillo se aclaró la garganta, giró la columna para acercar su cara al suelo, volvió a subir y dijo en su idioma incomprensible “Buenos días, soy Cristóbal Colón, ¿Son estas las Indias?”.